VII.I. Europa entre
1648 – 1789
Equilibrio europeo, equilibrio de potencias europeas, equilibrio de poder en Europa o sistema europeo de Estados son las denominaciones historiográficas con las que se
describe el equilibrio
de poder
mantenido por las potencias europeas a lo largo de las
edades Moderna y Contemporánea mediante un complejo
sistema de relaciones internacionales tal como se definió este concepto,
que nace precisamente entre los Estados europeos de esos periodos históricos.
El fracaso de los poderes
universales y de la monarquía universal
A
lo largo la Edad
Media
se fue construyendo una identidad europea como Cristiandad, opuesta al Islam[] y dividida entre la Europa Oriental (la cristiandad oriental), vinculada al Imperio Bizantino y a los pueblos eslavos, y una Europa
Occidental (la cristiandad latina) en la que el Pontificado y el Imperio se anularon mutuamente en su
pretensión de ejercer un poder universal, lo que redundó en
beneficio de otras entidades políticas, como las ciudades estado y las monarquías
feudales,
que surgieron de la crisis
bajomedieval
como los principales agentes políticos en forma de monarquías
autoritarias
con vocación de convertirse en monarquías
absolutas.
En
los siglos XVI y XVII la posibilidad de creación de una única monarquía
universal
en Europa, y que parecía estar al alcance, según el momento, bien del Reino de Francia, bien de la Monarquía
Hispánica,
fue frustrada por el enfrentamiento entre ambas (inicialmente por la oposición
dinástica entre los Habsburgo y los Valois), así como por multitud de otros
factores, entre los que se incluyeron decisivamente la Reforma
protestante
(que frustró la denominada idea imperial de Carlos V) y la política
exterior
de Inglaterra.
Este
reino, aunque sin pretensiones de alcanzar él mismo la hegemonía, sí estuvo en
posición de impedir la de cualquier otra potencia dentro del continente (y también
en los mares, desde el fracaso de la Armada Invencible, 1588);
enfrentándose sucesivamente a una o a otra y aliándose sucesivamente con una de
ellas o bien con otras potencias (especialmente Portugal, con la que mantuvo
una especial relación desde el siglo XIV, y de forma más discontinua con los Países Bajos, o incluso potencias
tan lejanas espacial y culturalmente como el Imperio otomano), tanto en forma de Gran Alianza como en forma de asistencia
financiera.
La
peculiaridad inglesa, expresada en su posición internacional, también tuvo
trascendentales consecuencias en su forma de enfrentar la crisis religiosa del
XVI y la crisis
general del siglo XVII desligándose del papado y realizando una profunda
transformación social interna (el anglicanismo y la Revolución
inglesa),
de una forma sólo comparable a como lo hicieron las Provincias Unidas de los Países Bajos, con el
establecimiento de las primeras monarquías parlamentarias.
Westfalia y Utrecht
La
configuración de las modernas relaciones internacionales se inició tras la Guerra de los Treinta Años con los Tratados
de Westfalia
(1648) y se configuró de forma aún más evidente tras la Guerra de Sucesión Española con los Tratados de Utrecht y Rastadt (1713-1715). En el siglo XVIII se
formó la denominada por las fuentes inglesas stately
quadrille,
una cambiante combinación de alianzas entre las grandes potencias europeas,
como Austria, Prusia, Gran Bretaña, y Francia, cuyo principal
objetivo era evitar la hegemonía de una de ellas o de un bloque estable de alguna de ellas (por
ejemplo el Pacto
de Familia
entre los reinos de la casa de Borbón Francia, España,
Nápoles y otros territorios italianos), y que fueron enfrentándose en la la Guerra de Sucesión Austriaca, la Guerra de los Siete Años, la Guerra de Sucesión bávara, la Guerra de Sucesión Polaca y otras menores o restringidas a las
colonias (como la Guerra de la Oreja de Jenkins).
La Era de la revolución
La
Independencia de los Estados Unidos (1776), la Revolución
francesa
(1789) y la Independencia Hispanoamericana (desde 1808)
cambiaron de forma determinante el equilibrio internacional en Europa y el
mundo al incluir como fuerza emergente los principios de la revolución
liberal
(la soberanía
nacional
y el protagonismo de los pueblos) frente a unas
fuerzas sociales y políticas del Antiguo Régimen sumidos en una evidente crisis.
A
pesar del aislamiento diplomático y la intensa presión militar a que fue
sometida la Francia
revolucionaria
por parte de todas las potencias europeas coaligadas (en uno u otro momento
funcionaron siete coaliciones: de la Primera
Coalición
a la Séptima
Coalición)
ésta se impuso a las monarquías
absolutas
en las Guerras Revolucionarias Francesas, y extendió por el
continente un sus nuevos conceptos políticos.
La Europa actual
La
caída del muro
de Berlín
en 1989 precipitó la disolución de los regímenes comunistas de Europa del Este
y de la propia Unión soviética (1991), el fin de la política
de bloques
y el comienzo de un nuevo orden internacional en el que la
centralidad de Europa quedó cuestionada en beneficio de otros espacios, como Oriente Medio y el área del Pacífico (especialmente por la proyección
geoestratégica de China y otros países
emergentes).
Se
puso en duda incluso la capacidad de la ampliada Unión Europea para gestionar por
sí misma los asuntos continentales, como demostraron las sucesivas crisis
internacionales debidas a las descomposición de Yugoslavia (Guerras
Yugoslavas),
en las que la intervención de los Estados Unidos fue la decisiva.
El
peso económico de la Alemania
reunificada
no se tradujo en un liderazgo político continental, manteniéndose el denominado
eje
franco-alemán
frente a la posición del Reino Unido, más proclive al mantenimiento de su relación especial transatlántica con
los Estados Unidos. Por otro lado tanot la ampliación de la Unión Europea hacia
el este como la imposición de soluciones contrarias a Serbia en los conflictos balcánicos fueron
asuntos vistos con recelo por la reconstruida Federación Rusa.
Su
condición de potencia disminuida no la permitió influir en ninguno de ellos,
aunque sí que pudo tensionar las relaciones internacionales de forma puntual,
especialmente por el incremento de su papel en el abastecimiento energético a
Europa Central (conflictos denominados guerra del gas). En cambio, en el Cáucaso sí que se consintió
a Rusia la imposición de sus puntos de vista estratégicos (guerra
de Chechenia,
guerra
de Osetia).
Los conceptos básicos de la democracia representativa
de los Estados-Nación se realizaron en las revoluciones inglesa (1648),
norteamericana (1776) y francesa (1789), acontecimientos que, junto con la
destrucción del Antiguo Régimen, consolidaron la democracia parlamentaria como
sistema de gobierno y promovieron su extensión a los nacientes Estados
europeos.
La sociedad
moderna, cuyo origen suele estar fechado entre el Renacimiento
(descubrimiento de América, regreso a los clásicos grecolatinos, invención de
la imprenta) y la Revolución Francesa (declaración de los derechos del hombre
de Virginia 1776 y de Francia 1789, comienzo de la revolución industrial),
acabó con las bases o cimientos de la era precedente (el feudalismo) para
asentarse sobre nuevas bases (el contractualismo) de las que ya hemos hablado
en el apartado anterior.
Éste es aún el presente y la actualidad de unos individuos, unas personas y unos ciudadanos que, en un mundo globalizado, viven en sociedades y pertenecen a comunidades que se esfuerzan tanto por resistirse como por incorporarse a la homogeneización de todo el planeta bajo un solo modelo de vida. La idea de un solo mundo para los múltiples individuos que lo componen en cuanto ciudadanos, tiene que decidirse si se lleva a cabo desde la pluralidad de las formas de vida o si, por el contrario, tiene que tener un modelo común y general de convivencia por todos aceptado o acatado.
Las dos tendencias, la centrífuga o de
dispersión y la centrípeta o de unión, quizás puedan llegar a conjugarse en una
Europa en la que lo particular no quede anulado por lo general ni lo general
destruido por lo particular. El mundo presente y futuro en el que nos ha tocado
vivir quizás llegue a desarrollarse humanamente, esto es, éticocívicamente,
hasta el punto de que algún día se logre
una ciudadanía universal y plural, cumpliendo así con el designio de la
filosofía griega y la tarea del pensamiento racional. Objetivo que no es otro
sino el de lograr la armonía entre la unidad y la multiplicidad, conseguir que
se produzca la ciudadanía cosmopolita contando con todos los individuos de la
tierra considerados como personas,
como hemos dicho, como seres a los que atribuir dignidad y tratar con respeto.
La Era de la revolución
La
Independencia de los Estados Unidos (1776), la Revolución
francesa
(1789) y la Independencia Hispanoamericana (desde 1808)
cambiaron de forma determinante el equilibrio internacional en Europa y el
mundo al incluir como fuerza emergente los principios de la revolución
liberal
(la soberanía
nacional
y el protagonismo de los pueblos) frente a unas
fuerzas sociales y políticas del Antiguo Régimen sumidos en una evidente crisis.
A
pesar del aislamiento diplomático y la intensa presión militar a que fue
sometida la Francia
revolucionaria
por parte de todas las potencias europeas coaligadas (en uno u otro momento
funcionaron siete coaliciones: de la Primera
Coalición
a la Séptima
Coalición)
ésta se impuso a las monarquías
absolutas
en las Guerras Revolucionarias Francesas, y extendió por el
continente un sus nuevos conceptos políticos.
La crisis de los veinte años
Estos
propósitos, a pesar de los continuados esfuerzos de la diplomacia europea (Tratados
de Locarno,
1925, Pacto
Briand-Kellogg,
1928), fracasaron claramente en el convulso periodo que siguió a la crisis de 1929. Ya desde el inicio
del periodo
de entreguerras
se venía dividiendo Europa en tres tipos de estados: las democracias
occidentales (democracias
liberales
con sistema
capitalista),
lideradas por Francia y Gran Bretaña, la experiencia de construcción de un estado socialista en la Unión
Soviética
y los regímenes
fascistas
inspirados en la Italia
de Mussolini
y la Alemania
de Hitler.
El
fracaso de la política de apaciguamiento con que los estados democráticos
pretendían controlar el avance de la Alemania nazi, que desde la ocupación de
poder por Hitler en 1933 comenzó un programa no oculto de incumplimiento del
Tratado de Versalles y de la legalidad internacional que representaba la
Sociedad de Naciones (rearme, implicación en la Guerra
Civil Española
-en la que las democracias habían querido imponer el principio de no
intervención-,
remilitarización de Renania, Anschluss
de Austria, crisis
de los Sudetes
e invasión de Checoslovaquia), quedó patente en
la Conferencia
de Múnich
de 1938, y en última instancia condujo a la Segunda
Guerra Mundial.
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