viernes, 25 de octubre de 2013

VII.I. Europa entre 1648 – 1789

VII.I. Europa entre 1648 – 1789
Equilibrio europeo, equilibrio de potencias europeas, equilibrio de poder en Europa o sistema europeo de Estados son las denominaciones historiográficas con las que se describe el equilibrio de poder mantenido por las potencias europeas a lo largo de las edades Moderna y Contemporánea mediante un complejo sistema de relaciones internacionales tal como se definió este concepto, que nace precisamente entre los Estados europeos de esos periodos históricos.

El fracaso de los poderes universales y de la monarquía universal

A lo largo la Edad Media se fue construyendo una identidad europea como Cristiandad, opuesta al Islam[] y dividida entre la Europa Oriental (la cristiandad oriental), vinculada al Imperio Bizantino y a los pueblos eslavos, y una Europa Occidental (la cristiandad latina) en la que el Pontificado y el Imperio se anularon mutuamente en su pretensión de ejercer un poder universal, lo que redundó en beneficio de otras entidades políticas, como las ciudades estado y las monarquías feudales, que surgieron de la crisis bajomedieval como los principales agentes políticos en forma de monarquías autoritarias con vocación de convertirse en monarquías absolutas.
En los siglos XVI y XVII la posibilidad de creación de una única monarquía universal en Europa, y que parecía estar al alcance, según el momento, bien del Reino de Francia, bien de la Monarquía Hispánica, fue frustrada por el enfrentamiento entre ambas (inicialmente por la oposición dinástica entre los Habsburgo y los Valois), así como por multitud de otros factores, entre los que se incluyeron decisivamente la Reforma protestante (que frustró la denominada idea imperial de Carlos V) y la política exterior de Inglaterra.
Este reino, aunque sin pretensiones de alcanzar él mismo la hegemonía, sí estuvo en posición de impedir la de cualquier otra potencia dentro del continente (y también en los mares, desde el fracaso de la Armada Invencible, 1588); enfrentándose sucesivamente a una o a otra y aliándose sucesivamente con una de ellas o bien con otras potencias (especialmente Portugal, con la que mantuvo una especial relación desde el siglo XIV, y de forma más discontinua con los Países Bajos, o incluso potencias tan lejanas espacial y culturalmente como el Imperio otomano), tanto en forma de Gran Alianza como en forma de asistencia financiera.
La peculiaridad inglesa, expresada en su posición internacional, también tuvo trascendentales consecuencias en su forma de enfrentar la crisis religiosa del XVI y la crisis general del siglo XVII desligándose del papado y realizando una profunda transformación social interna (el anglicanismo y la Revolución inglesa), de una forma sólo comparable a como lo hicieron las Provincias Unidas de los Países Bajos, con el establecimiento de las primeras monarquías parlamentarias.

Westfalia y Utrecht

La configuración de las modernas relaciones internacionales se inició tras la Guerra de los Treinta Años con los Tratados de Westfalia (1648) y se configuró de forma aún más evidente tras la Guerra de Sucesión Española con los Tratados de Utrecht y Rastadt (1713-1715). En el siglo XVIII se formó la denominada por las fuentes inglesas stately quadrille, una cambiante combinación de alianzas entre las grandes potencias europeas, como Austria, Prusia, Gran Bretaña, y Francia, cuyo principal objetivo era evitar la hegemonía de una de ellas o de un bloque estable de alguna de ellas (por ejemplo el Pacto de Familia entre los reinos de la casa de Borbón Francia, España, Nápoles y otros territorios italianos), y que fueron enfrentándose en la la Guerra de Sucesión Austriaca, la Guerra de los Siete Años, la Guerra de Sucesión bávara, la Guerra de Sucesión Polaca y otras menores o restringidas a las colonias (como la Guerra de la Oreja de Jenkins).

La Era de la revolución

La Independencia de los Estados Unidos (1776), la Revolución francesa (1789) y la Independencia Hispanoamericana (desde 1808) cambiaron de forma determinante el equilibrio internacional en Europa y el mundo al incluir como fuerza emergente los principios de la revolución liberal (la soberanía nacional y el protagonismo de los pueblos) frente a unas fuerzas sociales y políticas del Antiguo Régimen sumidos en una evidente crisis.
A pesar del aislamiento diplomático y la intensa presión militar a que fue sometida la Francia revolucionaria por parte de todas las potencias europeas coaligadas (en uno u otro momento funcionaron siete coaliciones: de la Primera Coalición a la Séptima Coalición) ésta se impuso a las monarquías absolutas en las Guerras Revolucionarias Francesas, y extendió por el continente un sus nuevos conceptos políticos.

La Europa actual

La caída del muro de Berlín en 1989 precipitó la disolución de los regímenes comunistas de Europa del Este y de la propia Unión soviética (1991), el fin de la política de bloques y el comienzo de un nuevo orden internacional en el que la centralidad de Europa quedó cuestionada en beneficio de otros espacios, como Oriente Medio y el área del Pacífico (especialmente por la proyección geoestratégica de China y otros países emergentes).
Se puso en duda incluso la capacidad de la ampliada Unión Europea para gestionar por sí misma los asuntos continentales, como demostraron las sucesivas crisis internacionales debidas a las descomposición de Yugoslavia (Guerras Yugoslavas), en las que la intervención de los Estados Unidos fue la decisiva.
El peso económico de la Alemania reunificada no se tradujo en un liderazgo político continental, manteniéndose el denominado eje franco-alemán frente a la posición del Reino Unido, más proclive al mantenimiento de su relación especial transatlántica con los Estados Unidos. Por otro lado tanot la ampliación de la Unión Europea hacia el este como la imposición de soluciones contrarias a Serbia en los conflictos balcánicos fueron asuntos vistos con recelo por la reconstruida Federación Rusa.
Su condición de potencia disminuida no la permitió influir en ninguno de ellos, aunque sí que pudo tensionar las relaciones internacionales de forma puntual, especialmente por el incremento de su papel en el abastecimiento energético a Europa Central (conflictos denominados guerra del gas). En cambio, en el Cáucaso sí que se consintió a Rusia la imposición de sus puntos de vista estratégicos (guerra de Chechenia, guerra de Osetia).
Los conceptos básicos de la democracia representativa de los Estados-Nación se realizaron en las revoluciones inglesa (1648), norteamericana (1776) y francesa (1789), acontecimientos que, junto con la destrucción del Antiguo Régimen, consolidaron la democracia parlamentaria como sistema de gobierno y promovieron su extensión a los nacientes Estados europeos.
La sociedad moderna, cuyo origen suele estar fechado entre el Renacimiento (descubrimiento de América, regreso a los clásicos grecolatinos, invención de la imprenta) y la Revolución Francesa (declaración de los derechos del hombre de Virginia 1776 y de Francia 1789, comienzo de la revolución industrial), acabó con las bases o cimientos de la era precedente (el feudalismo) para asentarse sobre nuevas bases (el contractualismo) de las que ya hemos hablado en el apartado anterior.

Éste es aún el presente y la actualidad de unos individuos, unas personas y unos ciudadanos que, en un mundo globalizado, viven en sociedades y pertenecen a comunidades que se esfuerzan tanto por resistirse como por incorporarse a la homogeneización de todo el planeta bajo un solo modelo de vida. La idea de un solo mundo para los múltiples individuos que lo componen en cuanto ciudadanos, tiene que decidirse si se lleva a cabo desde la pluralidad de las formas de vida o si, por el contrario, tiene que tener un modelo común y general de convivencia por todos aceptado o acatado.
Las dos tendencias, la centrífuga o de dispersión y la centrípeta o de unión, quizás puedan llegar a conjugarse en una Europa en la que lo particular no quede anulado por lo general ni lo general destruido por lo particular. El mundo presente y futuro en el que nos ha tocado vivir quizás llegue a desarrollarse humanamente, esto es, éticocívicamente, hasta el punto de que algún día se logre una ciudadanía universal y plural, cumpliendo así con el designio de la filosofía griega y la tarea del pensamiento racional. Objetivo que no es otro sino el de lograr la armonía entre la unidad y la multiplicidad, conseguir que se produzca la ciudadanía cosmopolita contando con todos los individuos de la tierra considerados como personas, como hemos dicho, como seres a los que atribuir dignidad y tratar con respeto.

La Era de la revolución

La Independencia de los Estados Unidos (1776), la Revolución francesa (1789) y la Independencia Hispanoamericana (desde 1808) cambiaron de forma determinante el equilibrio internacional en Europa y el mundo al incluir como fuerza emergente los principios de la revolución liberal (la soberanía nacional y el protagonismo de los pueblos) frente a unas fuerzas sociales y políticas del Antiguo Régimen sumidos en una evidente crisis.
A pesar del aislamiento diplomático y la intensa presión militar a que fue sometida la Francia revolucionaria por parte de todas las potencias europeas coaligadas (en uno u otro momento funcionaron siete coaliciones: de la Primera Coalición a la Séptima Coalición) ésta se impuso a las monarquías absolutas en las Guerras Revolucionarias Francesas, y extendió por el continente un sus nuevos conceptos políticos.

La crisis de los veinte años

Estos propósitos, a pesar de los continuados esfuerzos de la diplomacia europea (Tratados de Locarno, 1925, Pacto Briand-Kellogg, 1928), fracasaron claramente en el convulso periodo que siguió a la crisis de 1929. Ya desde el inicio del periodo de entreguerras se venía dividiendo Europa en tres tipos de estados: las democracias occidentales (democracias liberales con sistema capitalista), lideradas por Francia y Gran Bretaña, la experiencia de construcción de un estado socialista en la Unión Soviética y los regímenes fascistas inspirados en la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler.

El fracaso de la política de apaciguamiento con que los estados democráticos pretendían controlar el avance de la Alemania nazi, que desde la ocupación de poder por Hitler en 1933 comenzó un programa no oculto de incumplimiento del Tratado de Versalles y de la legalidad internacional que representaba la Sociedad de Naciones (rearme, implicación en la Guerra Civil Española -en la que las democracias habían querido imponer el principio de no intervención-, remilitarización de Renania, Anschluss de Austria, crisis de los Sudetes e invasión de Checoslovaquia), quedó patente en la Conferencia de Múnich de 1938, y en última instancia condujo a la Segunda Guerra Mundial.

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